El Bosque sin Leyenda (Segunda parte)

Ensayo Económico-Social

Autor: Orestes Di Lullo

Resumen

(…)

El Obraje de Antaño

«Durante la conquista y el coloniaje, se estableció en el Perú y el Tucumán –especialmente en lo que hoy es Santiago del Estero-, lugares de explotación.

Venían los españoles con la avidez del oro. Habían sufrido, cruelmente las contingencias de la ruta, en procura de él. Después del mar, recorrieron América, entre montañas, entre llanuras, probando su valor a cada instante, aguijoneados por la codicia y sostenidos por la esperanza.

El Tucumán no pudo proporcionarles oro. Sin embargo, sus campos eran ricos de mises y algodón. Sus bosques  eran depósitos inagotables de bastimentos. Sus ríos de peces. En fin, ofrecía una naturaleza pródiga y exuberante, sin minas ni pepitas de oro.

Y organizaron su explotación con la explotación del indio, enorme reserva de América.

El textil, representado en Santiago, exclusivamente, por el algodón, fue la materia en que incidieron con saña los conquistadores. Se establecieron fábricas de tejidos, en lugares sombríos, techados de ramas, cercados de muros de adobes, y donde fueron encerrados los indios e indias de los encomenderos.

Por rara y trágica coincidencia, estos lugares de explotación en tiempos de la conquista y colonia, tenían el nombre de obrajes, es decir el nombre con que hoy se designan los lugares de explotación forestal. El mismo nombre y también, según veremos, el mismo significado.

(…) Testimonios permiten tener una idea bastante aproximada de la forma como se explotaban los obrajes de antaño.

El licenciado Padilla en carta al Rey Don Felipe IV cuyo título es: “Trabajos, agravios e injusticias que padecen los indios del Perú en lo espiritual y temporal”, resume la forma de seducción para la conquista del nativo en los obrajes, con las siguientes palabras: “Pocos dejaban de rendirse, sobre todo desde que a su entrada en el obraje se le facilitaba dinero, ropa y vino…y los dueños iban sin encogimiento hasta lo que a su juicio podría valer su trabajo y la alimentación del indio todo lo que le quedara de vida, incluso los derechos parroquiales de funeral y entierro.

Empero, largo debió ser el trabajo y corto el estipendio para que los aborígenes resistieran encarnizadamente esta obligación, resistencia que se encuentra patentizada con el hecho de que los españoles habían organizado un sistema de caza para compeler para que los que osaran escapar de aquella esclavitud. Dicha organización de caza contaba con un encargado llamado “guataco”, especie de diestro en persecución y apresamiento, el cual si no conseguía encontrar al prófugo, tomaba “por el padre o al hermano, o al hijo, hija o mujer, los llevaba al obraje”.

Muchos abusos debieron cometerse contra los indios. Con tal motivo los cabildos habían cuidado de enviar, en algunas partes, visitadores de obrajes. Y el Consejo de Indias celaba el cumplimiento de las órdenes que expedía acerca de estas visitas, que en si consideradas, eran aptas para remediar los consabidos abusos”.

Así le vemos, el 3 de octubre de 1614, pedir explicaciones a la Audiencia por la siguiente cédula: “Que habiéndose ordenado en cédula de 17 de octubre de 1514 la visita de los obrajes comprendidos en la jurisdicción de la Audiencia de Quito, cada dos años, porque el virrey Montesclaros la concedió a un particular, en vez de cometerla el oidor de turnos”.

En 1622 encargaba, también, expresamente el Concejo que los visitadores de obrajes no hagan la visita por pura fórmula no se mancomunen con los dueños dejando de corregir abusos; que cuiden se dé  a los indios carne, sal, ají, como está mandado”.

Pero como andando los años del siglo XVII se hubiera experimentado poco o ninguna mejoría de la dolencia quiso Carlos II dejar a la posteridad un documento que debía constar con letras de oro en la legislación de Indias y cuyo tenor es el siguiente: “Habiendo tenido el rey Don Felipe IV nuestro padre y señor, que santa gloria haya, noticias de los malos tratamientos que reciben los indios en obrajes de paño sin plena libertad (y a veces encarcelados y con prisiones) ni facultad para salir a sus casas y acudir a sus mujeres, hijos y labores, y estando prohibidos que fuesen así detenidos en pena de sus delitos o por deudas. Quiero (añadió de puño y letra) que me deis satisfacción a mí y al mundo del modo de tratar esos mis vasallos y de no hacerlo, con que, en respuesta de esta carta vea en ejecutados ejemplares castigos en los que hubieran excedido en esta parte, me daré por deservido; y aseguros que aunque no lo remediéis lo tengo de remediar y mandaros hace gran cargo de las más leves omisiones en esto por ser contra Dios y contra mí y en total ruina destrucción de esos reynos, cuya naturaleza estimo y quiero que sean tratados como lo merecen, vasallos que tanto sirven a la Monarquía y tanto han engrandecido e ilustrado.

Con tal motivo se funde la junta de reclamos “y a ella debían acudir cuantos tuvieran queja del trato que en el obraje recibían”.

La Junta correspondió a las intenciones del virrey (D. Diego Benavidez de la Cueva, conde de Santisteban y Virrey del Perú, 1661) y como fruto de su empeñoso celo sancionó la ordenanza de obrajes del 14 de junio de 1664, en que se reglamenta: 1L, los jornales; 2B, los precios de subsistencia; 3L, el horario de 7 de la mañana a 5 de la tarde, dándose una tregua para comer y descansar; 4B, la concesión de 40 días al año, con sueldo por enfermedad si no pasaba de un mes y no eran atendidos en los obrajes; 5B, los jornales se satisfacían en dinero y en mano propia, en presencia del párroco y autoridad local; 6B, se prohibían que los párrocos se hicieran pago de deudas con estos jornales y que de ningún modo se diera el “bollo” a los corregidores, obsequios que cada obrajero les hacía de mil varas de tela.

En las Memorias secretas de Juan de Ulloa, después de referir algunos ultrajes y padecimientos que se cometían con ellos, se dice que “como el indio no es dueño de salir de aquella prisión (un cuarto donde se le encerraba para trabajar) se ve precisado a tomar lo que el amo quiera dar por el medio real que le queda libre. El inhumano dueño del obraje, por no desperdiciar nada, aprovecha en ellos el maíz o cebada que se les ha dañado en las trojes, las reses que se les mueren e infestan y a este respeto todo lo más malo y despreciable de sus frutos”. Y aunque el inca Calixto de Bustamante intenta la defensa del obrajero al asegurar que “está obligado a darles sus raciones competentes de comidas, vestirlos de las telas que trabajan, curarles sus enfermedades, y todos los derechos eclesiásticos hasta enterrarlos…” se percibe el régimen a que estaban sometidos los naturales, en manos de los encomenderos.

El mismo trato recibían los que eran destinados a otras faenas.

En la “Memoria Histórica y Descriptiva de la Provincia de Tucumán” se hace relación de la forma cómo eran tratados los indios del Tucumán.

“Los encomenderos –dice en su páginas- negaban a los indios hasta la mínima parte de las cosechas de granos que con el sudor de su frente sacaban de la tierra. Se les obligaba a recoger algarroba para su único sustento, pudiendo decirse que pacían en los montes como animales. Exigíaseles que penetrasen en los bosques y trajesen bajo pena de los más bárbaros castigos cierta cantidad de brea, miel, cera y otros productos, en tanto que otros cosechaban o tejían el algodón”.

No a otra causa obedecía la enorme despoblación que se operaba en estos pueblos “a pesar de existir desde principios del siglo XVII la ley que prohibía a los indios del Tucumán servicio personal”, con lo cual –según Ramírez de Velazco- “son muy vejados y trabajados y se van consumiendo y acabando y las mujeres son tributarias porque hacen hilos una onza de algodón cuatro días de la semana o una onza cada día y no pueden acudir a servir a sus maridos y criar a sus hijos a cuya causa se huyen los maridos y los hijos a otras gobernaciones”.

No hay duda que tales abusos debieron cometerse a espaldas de los principales por causa de las largas distancias y el aislamiento en que se encontraban, pero había intención muy buena, por cuanto, en 1549, al salir de Lima Juan Nuñez del Prado, traía instrucción de Pedro de la Gasca de que “procurase que los indios fuesen bien tratados y mirados como prójimos y favorecidos, sin consentir que les hiciesen fuerzas, robos ni daños…” Y a este respecto son dignos de mención las ordenanzas de Abreu, dadas en 1576, “para el tratamiento de los indios en las provincias del Tucumán y estableciendo reglas para su trabajo”.

En ellas manda que los indios varones vayan de mita, a servir a la ciudad de Santiago, desde los 15 a los 50 años; que los encomenderos, en el pueblo de sus encomiendas sólo los hagan servir “por mitad” cada semana de modo que la otra mitad pueda trabajar “en sus propias haciendas; que los indios desde los 10 a los 50 años sirvan a los encomenderos en el pueblo de sus encomiendas “por todo el año cuatro días en la semana desde el jueves en la noche excepto los meses de diciembre y enero porque el viernes y sábado de cada semana y los dichos dos meses han de holgar y trabajar por si…; que a mediodía les suelten a comer y que en comiendo y descansar estén una hora…y que dejen de trabajar (tejer e hilar) media hora antes que se ponga el sol; los viejos de (50 a 70) y las viejas de (50 a 55) sólo sirvan en trabajos livianos y especiales y que las indias que dieran a luz no las ocupen hasta un mes después.

Estos y otros muchos testimonios que podríamos citar sirven para apreciar el régimen de explotación en aquellos tiempos y de paso, la seria preocupación de los gobernantes de entonces por proteger la vida del indio. Hoy, tres siglos después, no obstante los adelantos de la época, subsiste el mismo régimen de explotación de los obrajes forestales. Pero esta vez no pueden justificarse los abusos contra el ciudadano, ni tampoco es posible advertir, de parte de los mandatarios, el más mínimo interés en su favor. Los indios tuvieron una vasta legislación de amparo, el paria de la actualidad no tiene nada.

El Obraje de Hogaño

Poco ha cambiado el régimen de la explotación de entonces a ahora. El antiguo obraje de paño ya no existe. Pero, en cambio, después de un largo paréntesis que alcanza los últimos años del siglo XIX, paréntesis dos veces secular, en que el hombre y la sociedad se arrullan de holganzcas prolíficas, aunque con interrupciones espasmódicas que perfilan su carácter; después de esa gran pausa virgiliana de siglos, se instala un nuevo obraje de la industria forestal, con aquel su mismo viejo régimen de explotación humana.

Habían empezado a tenderse las líneas férreas y, también, a encadenarse el hombre a su destino paria. Comenzaron las levas del trabajo. Y el sufrimiento se hizo ley de los pobres. Con el tiempo se perfeccionó el régimen de la explotación, la voracidad del capitalismo se acrecentó fue más inicua su acción y el derecho fue sepultado por la necesidad. El pobre hachero se volvió más pobre y si bien, en los cincuenta años que lleva este nuevo régimen, ha hecho germinar dentro de sí una vaga idea de rebelión, sigue sin embargo, entregando su vida al obraje por necesidad.

¿Qué otras perspectivas tiene y hacia dónde dirigir sus pasos?

Ahí, está el obraje. Los jornales prometidos son buenos. Y aunque sabe que será engañado, el peón se dirige al obraje. “A lo mejor…quien sabe”, son sus últimas palabras de esperanza. Y deja la familia arrumbada. Y se alista, luego el obraje se apodera de él.

¿Y qué es el obraje? El obraje es una institución. Pero antes, es un capital. No necesita el obrajero, por desgracia, una gran fortuna para instalarse. Le bastan unos miles y un largo y cómodo crédito comercial.

Y premunido de sendos contratos de leña, cerca de una línea férrea, en pleno bosque, este pequeño capital se instala y, a poco, constituye el centro de una vasta organización. Ahí, está el aserradero, la pequeña choza del patrón, el carro aguador que ha de transportar el agua hasta los campamentos, cuando estos, a medida del trabajo, se internen más y más en el monte. Pero, también, ahí está la proveeduría; la única razón del obraje. No hace falta más. El industrial se ha instalado y comienza su labor de caza. El contratista, mano larga del obraje, seduce, atrapa y entrega al peón.

Han arribado y las largas caravanas de los desheredados y, en tono a aquel; pequeño capital, se han reunido los hombres constituyendo un centro de población. Ahora ya se ven carros, “zorras”, animales, útiles de trabajo. Ya se ven las primeras chozas y ranchos. Y en medio de la selva, poco a poco, se va formando un enjambre un murmullo de actividad resuena como el canto del mar y mientras se espera la orden de trabajo, que tarda en llegar a que llega cuando han contraído nuevas deudas hasta entregar al obraje el último centavo del anticipo contractual.

Por fin el enjambre se dispersa. Los parias se internan en la maraña del bosque. Los carros y los animales les siguen y pronto, en aquel primitivo centro, donde una población pretendía echas los cimientos de una sociedad el ruido del trajín y de la alegría se apaga y todo calle, menos el silencio de la selva.

Los hombres, con sus esperanzas, con sus sentimientos rudimentarios de asociación, con sus atados de ropas, con todo lo que trajeron, han sido devorados por el bosque, sepultados en la vastedad del silencio, bajo las frondas que cubren sus sacrificios inútiles.

Allá, distante uno de otro, el hachero, vive, trabaja, come, duerme, sufre, muere. Largas distancias le separan de los que como él han sido distribuidos así por la organización despiadada del obraje. Allá, ahora, resuena el eco de las hachas. Pero no se oyen las quejas del dolor de los cuerpos y sólo de vez en cuando el canto de la vidala lleno de emoción y de pena.

El trabajo es libre. El hachero no tiene horario, ni control. Trabaja a destajo. Forma la pila de leña. El obraje la recibe cercenada, disminuida. Los carros lo recogen para transportarla al canchón de embarque, sobre la línea del tren, o al lugar donde espera el horno para la elaboración del carbón. Los sábados, o una vez al mes, el peón se dirige al “pueblo”, entrega su libreta, recibe la proveeduría, constata que se le roba, bebe, grita, juega y vuelve a su rincón, en el bosque, a uncirse pacíficamente al yugo del trabajo. ¿Cómo se explica este sometimiento tranquilo y domesticado? No es sometimiento, es impotencia.

El peón está indefenso frente a la poderosa organización del obraje. Al industrial lo ampara la ley, porque la ley ampara al capital. Al hachero no lo ampara nadie. ¿Dónde está el Estado? ¿Dónde quien legisle por él, quién lo guíe o socorra? ¿Dónde está quién le escuche o comprenda? No tiene a nadie.

El Estado es una palabra en boca de algunos gobernantes. Las más de las veces, hay entre estos y los industriales un mutuo acuerdo, un perfecto entendimiento y, acaso, la misma vocación. Como resultado de esta armonía de intereses recíprocos, el obraje representa al Estado en el bosque, con sus policías, con sus jueces, con sus recaudadores y receptores, nombrados por indicación del patrón. Y representa a la ley del Estado con todo el rigor y el imperio que la ley tiene para el paria, para el débil, para el desheredado. El ejercicio que tan amplias facultades, en cierto modo, delegadas, por esos gobiernos, convierten al obraje en una institución. Ahora bien, ¿En qué se diferencia nuestro obraje del obraje de antaño? En nada, absolutamente. Por el contrario, el régimen de la explotación se ha perfeccionado y sus procedimientos se han hecho más arbitrarios.

Lo mismo que antaño el hombre es cazado, engañado y esclavizado. Lo mismo que antaño la justicia es endeble, el trabajo cruento, el sufrimiento inútil, el dolor despreciable. Pero los indios, tuvieron por lo menos, una legislación de amparo que constituye todavía el orgullo de España que hoy, tres siglos después, no poseemos.

De nada han valido las fuertes raíces de nuestra tradición agrícola-ganadera, ni las enseñanzas del nativo que permitieron a los españoles sembrar las llanuras santiagueñas. El obraje de paño, ha sido substituido por este nuevo obraje que, aparte de la explotación humana y la devastación forestal, ha arruinado a la provincia y ha dejado sus campos sembrados de troncos e inútiles para la labor agraria.

El Gran Jornal

Inmensas caravanas de hombres abandonan el lugar en que nacieron. Tenían segura subsistencia al lado del planito de sus cercos caseros o entre el rebaño de sus cabras y ovejas. Tenían sus mujeres gozosas de trabajo diario, de plenitud doméstica, entre rueca y huso y trabajo rebosante de comida suculenta. Tenían sus hijos en torno y la paz de un sedentarismo prolífico de cosechas e industrias, con su granos de voleo sobre el limo apenas arañado de la tierra, con sus dulces y mieles y quesos y frutas y carnes, con sus mantas vistosas y sus frazadas decorativas, con sus arreos de jinetes y los mullidos pellones y las randas primorosas y los hilos coloreados de la lana de sus ovejas. Y esos hombres que todo lo tenían, porque con ellos aposentaba la felicidad, se lanzaron a la conquista del gran jornal.

Los bosques los llamaban con el cántico de sus ganancias fabulosas. Una voz corrió por la campaña: la riqueza fácil. Y se agruparon en los obrajes, tristes aun en la despedida, con la imagen aún viva del rancho abandonado, con la ebriedad emocional del último abrazo de la mujer y del último beso de su hijo.

El gran jornal fue la esperanza que movilizó al campesino y lo arrancó como un árbol de la tierra. El gran jornal despobló los campos del trabajo fecundo, sembrándolos de pobreza. Torció la buena ruta del hombre –vocacionalmente agrícola-pastoril-, transformó su alma y la retrogradó al nomadismo de sus primeros días. Fue la principal palabra de la corrupción de un pueblo. El agro se volcaba a las selvas. Los hombres del aire y la luz se soterraban bajo las frondas del bosque y en vez de construir, destruían.

Hasta que el gran jornal, después de ser esperanza, no fue más que ilusión. Se dilataba indefinidamente el término de una esclavitud buscada por el hombre y tolerada por el Estado. Eran ya gruesas las gotas de sudor de cada día y amargo el pan de su trabajo. El salario real no compensaba el desgaste y la fatiga. El esfuerzo se multiplicaba a destajo para un alcance infructuoso. Y seguía el hombre encadenado.

Trabajaba, lloraba, sufría, moría para el pulpo que es el obraje, cada vez más insatisfecho, cada vez más ávido.

Y la ilusión se quebró, también, ante la realidad del signo afirmativo del bosque sin leyenda, sin mitos, sin cantos de pájaros, ante la gran respuesta fría del bosque.

La luz se ha hecho en la oscuridad. El paria ha comprendido con su última reserva: con su instinto. Y aunque tarde, en adelante tratará de salvar el cuerpo insalvable con la fuga a través de la sombra».

(…)

Por Orestes Di Lullo

Bibliografía utilizada:

° Di Lullo, Orestes. “El bosque sin leyenda”, Santiago del Estero, 1937.

° Material para el trabajo en el aula. “Trauma Forestal”. Autores de textos, Silvia Carreras, Fernán Gustavo Carreras. Santiago del Estero, 1997, pág. 86-98.

El Bosque sin Leyenda (Primera parte)

Ensayo Económico-Social

Autor: Orestes Di Lullo

Resumen

(…)

El Éxodo

«Miles de hombres deshacen los vínculos afectivos y se arrancan al suelo.

Alistadas, las caravanas parten. Estaciones bulliciosas, risas, esperanzas. Es la juventud que se ofrece al sacrificio de una guerra contra el árbol y contra sí misma. ¿Qué madre la acogerá, luego, de su cansancio, quién le enjuagará el sudor y las lágrimas, quién escuchará su canto triste?

El bosque. Pero el bosque que fue antes refugio del gaucho, es hoy enemigo del paria.

El Estado no es madre ni padre. El Estado es cómplice. Y el éxodo estruja el campo paniego o las praderas fértiles y guía, al hombre cegado, hacia el oscuro meandro de la selva.

El conchabo es el precio de la vida o esta de aquel.

¿Quién ha advertido al paria de su ceguera? ¿Quién se ha ofrecido para salvarlo? ¿Quién lo protege?

Y la caravana emprende la marcha. Es un largo entregamiento de brazos útiles a la comunidad. Es una juventud pagada para sufrir y hacer sufrir a los suyos. Pagada para hacer sufrir a la Patria, pagada para el goce de unos cuantos.

Y qué riquezas amontonarían esos hombres en granos y carnes.

En el año 1916, quince mil obreros, en 137 obrajes, labraban su propia destrucción, devastando los bosques al precio del hambre de cincuenta mil seres, confinados en las taperas que la ausencia dejó sin hombres y que esperaban  de ellos su manumisión.

Riqueza de brazos, pérdida. Juventud, envejecida. Hogares, ranchos, mujeres, niños, tierra, luz y aire, sin dueños.

El éxodo es la lágrima sin consuelo del campo; de ese campo que se queda con su órbita vacía de mirar el regreso del hombre.

La Hachada

Diversas y múltiples faenas aguardan a los hombres en el bosque. La tala o hachada, una de ellas, es la principal. Es la labor específica del paria: brazos y hacha, energía acurrucada que roe la grandeza del árbol.

Con la primera claridad del alba, el hachero abandona su choza. Y se encamina por los senderitos de la maraña, con el hacha al hombro, hasta el denso bosque.

Con sus fuerzas rehechas, acaso goce el temprano frescor del día y sienta, entre el humo de su cigarro de chala, amargo y fuerte, y la tenue fragancia de las flores, renacer en su alma el optimismo de sus mejores días.

Pero ya frente al árbol, desnudo el torso, abre con furor la jornada de todos los tiempos, desgarrando la ilusión mañanera.

Ahora es el hachero. Los tajos muestran la carne roja del árbol. Los brazos que blanden el hacha se elevan y bajan con el brío. Los ojos miden la hondura del hierro en la herida y la blanden más, si cabe, con la fuerza de su encono, de su agravio, de su antiguo rencor.

El hachero trabaja. Es la tala.

Trabajo de todo el ser para matarse. Ebriedad de sangre encendida, vértigo, obnubilación, inconsciencia. Músculos endurecidos que se muestran bajo la lisura del cuerpo. Cansancio asmático del pecho.

Así continúa la jornada.

Uno después de otro los árboles se abaten. El bosque se ralea por detrás del esfuerzo, pero adelante es siempre denso, misterioso, impenetrable. Millones de árboles le aguardan. Centurias de dolor.

La tala reclama el noventa por ciento del esfuerzo humano en el obraje. Son miles los hombres dedicados a esta faena. Viven en la sombra, miran hacia el suelo, se agotan en la soledad. Es una actividad sistematizada que despuebla las selvas después de despoblar de hombres los campos, y cuya energía se consume, al fin, cuando queda la tierra despoblada de vida. El hachero también muere, llorando el sudor de todos sus poros, transpirando la sangre de infinitas jornadas. Y muere su familia consumida en la espera vana.

El árbol muerto tendido a sus pies, después de la caída. Ninguna emoción, más que la del silencio. Han cesado los golpes del hacha. El bosque está mudo. Y el hachero, tras de escupirse las manos, empuña de nuevo el hacha para ensañarse en el destroce. Una a una troncha las ramas: es la poda más cruel, porque mutila a la muerte.

Luego, esfuerzo y árbol son una pila de leña, nada más.

La Rodeada

Los viejos troncos de los árboles, abatidos por el hachero, están dispersos en el bosque. Y esperan al hombre que los reúna en un solo montón: el rodeador.

Jinete en una mula, es como la sombra del baquiano o montaraz ya desaparecido, que cabalgaba buen caballo sobre silla ricamente enjaezada.

El rodeador es pobre. Lo dice su cabalgadura, su porte bastardeado, sus raídas vestimentas. Lo dice el lazo, substituido, en la faena actual, por la cadena de la esclavitud.

Su labor consiste en arrastrar hasta la linde de la picada los troncos de los árboles. Para tal fin, arroja la cadena con la que el hachero engancha el árbol, y, luego, la arrastra de su cincha, transporta los troncos hacia el lugar donde atracarán los carros del fletero.

Tiene el rodeo significado de cosecha.

La faena del hombre que rodea es la del acopio. Más se entiende que no es suyo el acopio, sino del obrajero. El solo es un hombre instrumento que recoge y junta el fruto del trabajo de otros para otros.

Con todo, está a caballo. Es un resabio del respeto del campo, porque es jinete, y puede ostentar aún, ante el hachero, el capital de su cabalgadura y, acaso, un humilde girón de humanidad gauchesca.

La Cargada

Coro de voces que aúpan los esfuerzos del paria, la cargada, es la primera agremiación necesaria.

Los cargadores levantan la trozada. Las vigas en vilo se sostienen en los brazos acuñadores de los hombres. Son parias, también, pero disciplinados en la fuerza conjunta. Sufren de verse  los rostros hambrientos, los cuerpos miserables, pero se respaldan los unos con otros, se prestan su trabajo, se ayudan, se comprenden, se consuelan sus fatigas con la fatigas de todos.

Los cargadores actúan en cuadrillas. Ahí, donde yacen los árboles inertes, están los cargadores. Son los camilleros de la muerte.

Cansancios sumados, hombros que se desgarran a la voz de mando, fuerza unida de corazones marchitos, eso significa la cargada.

Pero, por lo menos, está al lado del hombre. Ya no está solo en la selva. El hombre, su hermano, sufre también ante sus ojos y le ve sufrir. Hay un intercambio de lástimas, un abrazo sentimental sobre el esfuerzo hipertenso, sobre el cansancio, sobre la tragedia. Viven de verse vivir y sufrir y, acaso, de verse odiar juntos la misma desgracia.

Los cargadores están unidos en el amor y en el odio. Forman un solo cuadro a la muerte que les sopla su voz helada. Se ayudan para morir, pero no sin antes vivir del coro de voces que levantan sus fuerzas.

La Acarreada

Tropas de carros que salen de la selva cargados de leña, madera o carbón, picadas y relejes, polvo menudo de las sendas, bujes que chirrían, cansancio y sed, son cuadros de la faena del acarreo en el bosque.

¿Y más allá? Los canchones que esperan la ofrenda del carrero.

En la actividad casi exclusivamente sedentaria del trabajo en el bosque, el acarreo es la traslación, cambio constante, desfile inacabable de hechos nuevos. Pero esto es ilusorio. Se mueve, si el acarreo con su carga. Va y viene, eternamente bajo la lluvia y los vientos, bajo el cierzo invernal o, en las siestas del verano, bajo el sol. Pero su vida es siempre la misma: pena y dolor, jugos acerbos de la esclavitud.

Con todo, acaso, el hombre que conduce la carga sea el último vestigio desteñido del nómade, tan fielmente representado por el gaucho de la leyenda, aquel gaucho un tanto romántico, que amaba errar por los llanos, sin lazos que lo ataran a la tierra, siempre en pos de la aventura y que de una a otra estancia, recorría la campaña, trabajando a ratos para vivir, más sin que el trabajo o la obligación fueran capaces de enajenarle la libertad (…)

Con el tiempo el gaucho se hace tropero. Y desde uno a otro confín conduce la caravana de carreras. Ya tiene rumbo y destino, aunque las distancias son tan vastas que todavía puede sentirse libres en la soledad, bajo la noche o en las interminables jornadas del día boscoso.

Ahora, el gaucho, el tropero, se ha convertido en carrero.

Ha ido reduciendo la perspectiva de su vagabundaje. Recorre el monte hasta el campamento. Va de la selva al canchón y de este a la selva. Menos distancia, pero menos ensueño, menos libertad. Es un proletario, es un paria.

Más, al menos, se mueve, anda, hasta el límite que le permite la cadena del obraje, esa obligación de su desplazamiento involuntario y cansado.

La Labrada

Con el mismo instrumento con que troncha el árbol, el hachero esculpe la forma. Es la única faena que ennoblece al hacha.

Las pesadas vigas y los contorneados postes, son ya el fruto de un esfuerzo de modelación, son ya una obra que perpetúa al hombre.

La leña para el carbón arde y se pierde. El esfuerzo humano se disipa en el humo de la hoguera, sin llevar el sello del hombre, ni la forma de su inteligencia.

Se reconoce la obra humana por la modelación vital que en ella imprime el hombre. Esta modelación es perpetuación.

La labrada ya tiene un sentido simbólico. La viga, el horcón, el poste, los sopórtales, denuncian y proclaman la aspiración de vivir por sí mismos, como obra de arte.

Hachar es destruir. Labrar es construir (…) Los golpes del hacha con que labra, no son los golpes con que abate.

(…) Algo nace de este esfuerzo primario del arte campesino. El hombre mismo es otro. No pelea, trabaja. Su energía es útil. Se ha perpetuado.

La Quemada

Cortada la leña y rodeada en carros y zorras que la conducen a través de las picadas abiertas en el bosque, hasta el lugar de la quema, los hombres arman la parva.

Ahí, en un claro, la pira enorme crece de escombros de la selva: troncos mutilados, ramas tronchadas con hojas todavía verdecidas, despojos de la vida del árbol, toda una materia de destrucción que se arrima y apila con esfuerzos.

El armador forma el cono del horno. Es en vano su esfuerzo constructivo.

Treinta y más toneladas de leña que deglute la parva, muestran, al cabo, que el hombre que la arma es más pequeño que nunca.

(…) Y de pronto el quemador, con la tea encendida prende fuego a la pira. Se ha consumado el sacrificio (…) El penacho de humo que ensombrece la selva, escapado a borbotones por la boca del horno, tiene otro significado que el humo de la fábrica. No es humo que redime, sino humo estéril, humo de destrucción (…) El bosque ya no existe, pero los campos tampoco. Muchas tierras, si, planas, desoladas, inútiles, sembradas de raíces, tierras tristes que esperarán en vano el esfuerzo, el arado y la semilla.

Mientras, el horno es un tormentoso símbolo de la actualidad industrial: en torno, el hombre se destruye a sí mismo.

El Regreso

El hombre estrujado es una ficción. Así lo devuelve el obraje. ¿Quién más que el hachero puede decir que ha dado su vida al trabajo?

Y ahora, vuelve. Y en la alegría del regreso hay un dolor. Es la tristeza de la nada, que vuelve, bendecida por el trabajo, a recoger el despojo de sus fuerzas inútiles; la familia hambrienta.

Volver al rancho, al seno de los suyos, a la tierra que le vio llorar su frente de sudor, volver a reposar los ojos humillados en los tiernos recentales del aprisco; volver a oír el mugido de las vacas; volver a escuchar la voz de los hombres, sus hermanos y la del coro de sus hijos, y tenderse, luego, bajo la bóveda de luna, al aire fresco del atardecer, para sentir en su al alma la voz dulce del campo, dilatado, abierto.

Eso era su esperanza, allá, lejos, en el obraje. Y de nuevo, la esperanza no fue más que una triste realidad.

Carcomido el pulmón por la fuerza de todos los días, aplanado el pecho del aire que exhaló con fatiga, taciturno como las aves de la noche, estragado por los deseos febriles que le quemaron el alma, débil, macilento, agobiado, anhela volver el paria al gozo que se arrancó para arrancar a los suyos de la miseria. Y mayor miseria encuentra al regreso.

Miseria suya y de su prole. Rancho derruido, tierra reseca, pajonales de la ausencia. Almas ateridas, ojos dilatados, de tanto mirar los caminos del regreso, en la espera vana. Y en el paisaje, la mansedumbre acurrucada. Y en el fogón, la ceniza yerta del último rescoldo».

Por Orestes Di Lullo

Bibliografía utilizada:

° Di Lullo, Orestes. “El bosque sin leyenda”, Santiago del Estero, 1937.

° Material para el trabajo en el aula. “Trauma Forestal”. Autores de textos, Silvia Carreras, Fernán Gustavo Carreras. Santiago del Estero, 1997, pág. 86-98.

Un poco de Jorge Luis Borges

“(…) para mí el Estado es el enemigo común ahora; yo querría -eso lo he dicho muchas veces- un mínimo de Estado y un máximo de individuo”:

Jorge Luis Borges

Para nadie es un secreto que el argentino Jorge Luis Borges es uno de los autores más destacados de la literatura universal, sus irrepetibles relatos que exploran la eternidad, el dolor, el tiempo y la metaficción, le han convertido en una referencia obligatoria para el mundo de las letras.

Pese a su carácter introvertido, a la ceguera que le invadió en sus últimas décadas, y su innegable carácter inofensivo, Borges pasó los últimos años de su vida siendo cancelado por un mundo académico y literario cada vez más comprometido con las causas izquierdistas por su defensa a ultranza del individualismo.

A diferencia de los autores del boom latinoamericano, conformados por el colombiano Gabriel García Márquez, el argentino Julio Cortázar, el mexicano Carlos Fuentes —quien le quitaría su apoyo al castrismo— y el peruano Mario Vargas Llosa —otro que se separaría de forma tajante de los defensores de la revolución y terminaría reconvertido en un gran liberal clásico— Jorge Luis Borges jamás endorsó a la revolución cubana ni se manifestó a favor de algún movimiento que intentara realzar la figura del colectivo por encima del individuo; todo esto lo tenía el escritor argentino muy claro desde temprana edad.

“El más urgente de los problemas de nuestra época (ya denunciado con profética lucidez por el casi olvidado Spencer) es la gradual intromisión del Estado en los actos del individuo; en la lucha contra ese mal, cuyos nombres son comunismo y nazismo, el individualismo argentino, acaso inútil o perjudicial hasta ahora, encontrará justificación y deberes”, escribió Borges en “Nuestro pobre individualismo” en Obras completas II.

Jorge Luis Borges recibió el Premio Miguel de Cervantes por su obra global en el año 1980, este último, el premio literario más importante del idioma español; sin embargo, pese a ser candidato para el Nobel de Literatura durante más de 20 años, jamás recibió el reconocimiento que sí fue entregado durante aquella época al comunista chileno, Pablo Neruda en el año 1971, o al amigo personal de Fidel Castro: Gabriel García Márquez en el año 1982.

María Kodama, la esposa del difunto Jorge Luis, contó que con motivo de un doctorado honoris causa que le concediera la Universidad de Chile en el año 1976, el escritor programó una visita para el país austral que por entonces estaba gobernado por el dictador Augusto Pinochet; cuando las autoridades del Nobel se enteraron del viaje que planeaba hacer Borges, lo llamaron desde Estocolmo para intentar disuadirlo, a lo que el escritor les contestó:

“Mire, señor; yo le agradezco su amabilidad, pero después de lo que usted acaba de decirme mi deber es ir a Chile. Hay dos cosas que un hombre no puede permitir: sobornos o dejarse sobornar. Muchas gracias, buenos días”.

Jorge Luis Borges (Flickr)

Jorge Luis Borges huía de la política, pero la política no huyó de él

El autor de Ficciones, El Aleph o El libro de arena, intentaba siempre desligarse de cualquier tipo de lucha política, sin embargo, no podía evitar ser sincero cada vez que le consultaban en entrevistas sobre sus posiciones ideológicas, o su muy determinado antiperonismo.

“Yo nunca he pertenecido a ningún partido, ni soy el representante de ningún gobierno… Yo creo en el Individuo, descreo del Estado. Quizás yo no sea más que un pacífico y silencioso anarquista que sueña con la desaparición de los gobiernos. La idea de un máximo de Individuo y de un mínimo de Estado es lo que desearía hoy…”, dijo Borges, quien se declaró un seguidor del anarquismo liberal de raíz spenceriana, en otras palabras, lo que hoy conocemos como libertarismo.

Al escritor argentino los intelectuales de izquierda y la prensa no le perdonaron su anticomunismo, y le valió, tal como hoy ocurre con quienes defienden las libertades individuales, insultos y barbaridades, por lo que se vio obligado a reflexionar al respecto:

“Hay comunistas que sostienen que ser anticomunista es ser fascista. Esto es tan incomprensible como decir que no ser católico es ser mormón”, curiosamente dicha reflexión de Borges se ha sostenido en el tiempo, pues décadas después, los comunistas y colectivistas en general, siguen llamando “fascistas” a todo aquel que se oponga a sus políticas coercitivas que atentan contra las libertades individuales.

A diferencia de la mayoría de “intelectuales” de la época, Borges era uno de los pocos que comprendía que el nazismo y el comunismo, lejos de ser dos ideologías contrarias, eran ambos monstruos de la misma vertiente colectivista de izquierda, que buscaba que los individuos se plegaran ante el poder absoluto del Estado:

“(…) se empieza por la idea de que el Estado debe dirigir todo; que es mejor que haya una corporación que dirija las cosas, y no que todo ‘quede abandonado al caos, o a circunstancias individuales’; y se llega al nazismo o al comunismo, claro. Toda idea empieza siendo una hermosa posibilidad, y luego, bueno, cuando envejece es usada para la tiranía, para la opresión.”

Claramente, Jorge Luis Borges no fue el típico intelectual que sonreía ante los gobiernos para recibir premios, dinero y aplausos, fue desde el principio fiel a sus ideas, criticó, como pocos lo hicieron, la ineficacia de los Estados para manejar las vidas de las personas, e intentó siempre crear consciencia en la humanidad sobre la importancia de proteger los derechos de la minoría más grande en la faz de la tierra: el individuo.

“(…) para mí el Estado es el enemigo común ahora; yo querría -eso lo he dicho muchas veces- un mínimo de Estado y un máximo de individuo”, JORGE LUIS BORGES.

Origen: El American.com, por Emmanuel Rincón. Título original: «Jorge Luis Borges, el libertario al que le negaron el Nobel de literatura por sus posiciones políticas».

También sugerimos a nuestros estimadas/os lectores, «Lectura de Vacaciones IX», del 28 de enero de 2020, en este blog.

“La agonía del Campo santiagueño” del cómo y porqué se está vaciando (Segunda parte…)

Resumen de textos para comprender, y con la posibilidad de trabajarlos en el aula si consideran convenientes.

Texto 1

Grosso, José L. en su libro «Indios muertos, negros invisibles», señala que Santiago del Estero es una tierra expulsora de población por: a) la agencia natural de los ríos, el poder expulsor ambiental relacionado con la ambivalencia inundación/sequía, b)las condiciones de vida a las que se sometió a las «castas inferiores» el sistema productivo colonial, c)la abolición de la propiedad comunal de tierras en 1819, el hospedaje forzado del Ejército del Norte durante la guerra de la independencia, d)la explotación forestal 1875-1940, e) abandono de la agricultura y ganadería favorecido por el clientelismo político que sobredimensionó durante la segunda mitad del siglo XX, los puestos en la administración pública a nivel provincial y municipal.

Texto 2

“El marcado despoblamiento del medio rural ha sido agitado por diversos sectores políticos y económicos argentinos, presentándolo como la dramática perspectiva de decadencia en la actividad agropecuaria. Si bien admitimos que la absorción de trabajadores rurales por las industrias ubicadas en los ejidos urbanos ha causado molestias en el normal desarrollo de los trabajos del campo, no es éste el único factor causante del decrecimiento de nuestras actividades agropecuarias, sino que ello reside en factores mucho más complejos. Se trata de una tendencia mundial en la distribución de la población (…) Esta tendencia nació y siguió su curso a partir de la era de la mecanización de las actividades rurales, que por un lado desplazaban las necesidades de mano de obra en el campo, mientras que por otro no hacía más que demostrar la imposibilidad del medio rural para absorber el crecimiento vegetativo de su población; la dificultad del hombre de campo en convertirse en propietario de la tierra que trabaja; las mayores remuneraciones que se percibían en los centros industriales, unido a la fuerte demanda de mano de obra por las industrias; el mayor confort y comodidades obtenidos en los centros urbanos; las mayores posibilidades de contar con asistencia médica y ser beneficiario de los sistemas de previsión social fueron por otro lado, los factores predominantes que en todo el universo marcaron una definida tendencia al aumento de las poblaciones urbanas. Nuestro país no escapó por cierto a esta tendencia, y aun se vio estimulado por el período de intensiva industrialización que siguió a las dos últimas conflagraciones mundiales.

La tendencia al aumento de la proporción de la población urbana con respecto a la rural, corresponde a un proceso demográfico normal; en cambio (…) es completamente anormal la concentración urbana del Gran Buenos Aires, que con 6.762.629 habitantes absorbe, en un reducido perímetro territorial, el 32,5% de la población argentina total, (según el censo nacional de 1960), constituyendo un hecho altamente intranquilizador y sin parangón en el mundo entero, ya que ni las más grandes capitales del mundo y sus respectivas zonas de influencia absorben tan elevada proporción de población con respecto al resto del país. Este desequilibrio demográfico se debe a la incidencia de erróneos aspectos de política vial, ferroviaria, portuaria, energética y administrativa, que se han ido sumando a los largo de la historia económica argentina, los que aún perduran sin haberse tomado medidas positivas para romper esta cadena de factores tan peligrosos para la estructura económica del país”. Alfonso Arnolds. “Geografía económica argentina”. Edit. Kapelusz, BS. As., 1963. Pág. 82-85.

Texto 3

Santiago del Estero, los procesos de transformación de las migraciones temporarias

“Santiago del Estero es una provincia (tempranamente) caracterizada por la participación de su población en corrientes migratorias definitivas y estacionales. La creciente modernización en la cosecha y las limitaciones puestas a su producción han disminuido considerablemente la demanda de mano de obra y el salario percibido por unidad de producción, por ejemplo: los departamentos linderos a Tucumán y el desarrollo de la explotación de la caña de azúcar. Alta proporción de población rural se dirigía (toda la familia) a la zafra tucumana. A partir de los 90, surge para esta población una nueva fuente laboral no tradicional que son las tareas gastronómicas en los centros de recreación en verano (Costa Atlántica, fundamentalmente Mar del Plata).

Santiago del Estero productora de mano de obra

 (…) Tradicionalmente la provincia de Santiago del Estero ha sido un área emisora de migrantes definitivas, hacia las zonas más desarrolladas del país. Además, una proporción significativa de la población rural (que actualmente representa el 50% del total provincial, censo del ´91), emprende considerables movimientos estacionales hacia actividades agrícolas y/o urbanas dentro o fuera de la provincia”.

Distribución de los santiagueños nativos, según lugar de residencia en los censos nacionales de población

AñoTotal%Dentro de la provincia%%Fuera de la provincia%
1869154.201100130.86584,923.33615,1
1895184.387100152.28282,632.10517,4
1914274.686100236.51186,138.16513,9
1947562.483100417.11274,2147.37125,8
1960713.625100431.95760,5281.66839,5
1970845.550100465.85055,1379.70044,9
1980
1991
768.304
945.917
100
100
530.964
670.388
55,3
58,9
237.340
275.529
44,7
41,1

Texto 4

«Las economías regionales se desarrollaron luego de la crisis de los años treinta, cuando el desarrollo del mercado interno favoreció el crecimiento de las producciones extrapampeanas y los mercados de trabajo asociados a éstas. Son producciones intensivas de mano de obra, poco tecnificada y concentradas en tareas de cosecha, por lo cual registran mayor presencia de trabajadores agrarios transitorios, en relación a los permanentes.

Miles de santiagueños año tras año dejan la provincia para trabajar en diferentes regiones del país, cubriendo la demanda de cosechas de diferentes cultivos. Realizan mayormente tareas relacionadas a la cosecha de frutas y hortalizas, pero también tareas como poda, raleo y empaque.

La mecanización de tarea en el campo intensificó la expulsión de mano de obra. En el caso de la producción de algodón en nuestra provincia.

El cierre de ramales ferroviarios a principios de la década de 1990 (por decisión del entonces presidente Carlos Menem). Esto llevó a que muchos pueblos perdieran a sus habitantes jóvenes quienes fueron en busca de nuevos horizontes laborales. Hacia la misma década (…) la extensión de la frontera agropecuaria, también es un factor generador de desplazamientos, pues hay actividades rurales que ya no requieren tanto mano de obra como es la siembra de soja (…) y provoca la expulsión de los tradicionales del campo hacia las ciudades y hacia otras regiones del país».

Texto 5

«…Las cifras de la emigración del campo a la ciudad, al menos en mi provincia adquieren cifras demográficas alarmantes, pero esto no es de los últimos tiempos, ya desde tiempos coloniales nuestra provincia expulsó población, y parece que no tiene visos de solución.

Es sabido que existe en nuestro interior una baja población joven debido a las condiciones poco propicias que hay para esta parte de la población. Hay escasez de infraestructura, de médicos, de oportunidades educativas, y largos etcéteras, que obligan al desplazamiento. Otro problema, es la tenencia de la tierra, está en muchos casos en “manos muertas”. En medio de herencias, abandonadas, y que impiden que los nuevos emprendedores puedan explotarlas.

Es un silencioso éxodo de pueblos de nuestro interior, son límites atravesados por historias de postergación, buscando un lugar donde puedan reemprender sus vidas. “No hay Trabajo”, pero no solo en los espacios rurales, también es escasa en pueblos y en las ciudades del interior. Desde siempre, y los sucesivos gobiernos los maquilló o los ignoró.

El éxodo santiagueño, es una señal de identidad, es lo que nos distingue, pero también nos constituye: Santiago es el resultado de un éxodo constante, sustancializada más allá de los condicionantes objetivos e históricos que llevaron a producir las expulsiones de cientos de comprovincianos.

Los santiagueños aprendieron a la fuerza a vivir fuera, pero su añoranza se limita en muchos casos a la familia, al pueblo o una región. Algunos dirán que la cuestión que reducida a una cuestión meramente psicológica o a los sustantivados rasgos culturales, como ser la cocina, que explicaría este desarraigo y esta “desazón vital”, a decir de Ortega y Gasset. Salir porque su tierra no les ofreció ni ofrece desde hace lustros la posibilidad de ganar dinero suficiente para acomodarse en la vida. Es así de sencillo y terrible, lo que quedan no pueden retener a los que se van (…). “La agonía del Campo santiagueño” del cómo y porqué se está vaciando (Primera parte).

Por Hugo R. Manfredi

Bibliografía utilizada :

° Arnolds Alfonso. “Geografía económica argentina”. Edit. Kapelusz, BS. As., 1963. Pág. 82-85.

° Grosso, José Luis. «Indios Muertos, Negros Invisibles». Encuentro Grupo Editor, 2008.

° Radonich, Martha y Steimberg, Norma. «Golondrinas, una migración obligada», disponible en cienciaenlaunco.blogspot.com.ar, diciembre 2007 y Bendini, Mónica et al.,»Mundos migratorios:periplos en los ciclos de vida y de trabajo», Trabajo y Sociedad 18 (online), 2012, entre otros.

° Benencia, Roberto y Quaranta, Germán, «Los mercados de trabajo agrarios en la Argentina: demanda y oferta en distintos contextos históricos», Estudios del Trabajo 32, julio-diciembre 2006.

° Morales, Natalia. «Los trabajadores golondrina y la red de explotación agraria», Fac. de Cs. Agrarias- UNju. (online).

° Zurita, Carlos. «El trabajo en una sociedad tradicional». Ediciones CICYT-UNSE, 1999. Programa de Investigaciones sobre Trabajo y Sociedad (PROIT), Facultad de Humanidades.

° También «La emigración válvula de escape de los santiagueños» y «Biografías laborales», del mes de febrero de 2016). «La migración rural y los trabajadores golondrinas…». En este blog. Como así también las numerosas publicaciones de Tasso Alberto, Zurita Carlos y otros.

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