Ensayo Económico-Social
Autor: Orestes Di Lullo
Resumen
(…)
El Obraje de Antaño
«Durante la conquista y el coloniaje, se estableció en el Perú y el Tucumán –especialmente en lo que hoy es Santiago del Estero-, lugares de explotación.
Venían los españoles con la avidez del oro. Habían sufrido, cruelmente las contingencias de la ruta, en procura de él. Después del mar, recorrieron América, entre montañas, entre llanuras, probando su valor a cada instante, aguijoneados por la codicia y sostenidos por la esperanza.
El Tucumán no pudo proporcionarles oro. Sin embargo, sus campos eran ricos de mises y algodón. Sus bosques eran depósitos inagotables de bastimentos. Sus ríos de peces. En fin, ofrecía una naturaleza pródiga y exuberante, sin minas ni pepitas de oro.
Y organizaron su explotación con la explotación del indio, enorme reserva de América.
El textil, representado en Santiago, exclusivamente, por el algodón, fue la materia en que incidieron con saña los conquistadores. Se establecieron fábricas de tejidos, en lugares sombríos, techados de ramas, cercados de muros de adobes, y donde fueron encerrados los indios e indias de los encomenderos.
Por rara y trágica coincidencia, estos lugares de explotación en tiempos de la conquista y colonia, tenían el nombre de obrajes, es decir el nombre con que hoy se designan los lugares de explotación forestal. El mismo nombre y también, según veremos, el mismo significado.
(…) Testimonios permiten tener una idea bastante aproximada de la forma como se explotaban los obrajes de antaño.
El licenciado Padilla en carta al Rey Don Felipe IV cuyo título es: “Trabajos, agravios e injusticias que padecen los indios del Perú en lo espiritual y temporal”, resume la forma de seducción para la conquista del nativo en los obrajes, con las siguientes palabras: “Pocos dejaban de rendirse, sobre todo desde que a su entrada en el obraje se le facilitaba dinero, ropa y vino…y los dueños iban sin encogimiento hasta lo que a su juicio podría valer su trabajo y la alimentación del indio todo lo que le quedara de vida, incluso los derechos parroquiales de funeral y entierro.
Empero, largo debió ser el trabajo y corto el estipendio para que los aborígenes resistieran encarnizadamente esta obligación, resistencia que se encuentra patentizada con el hecho de que los españoles habían organizado un sistema de caza para compeler para que los que osaran escapar de aquella esclavitud. Dicha organización de caza contaba con un encargado llamado “guataco”, especie de diestro en persecución y apresamiento, el cual si no conseguía encontrar al prófugo, tomaba “por el padre o al hermano, o al hijo, hija o mujer, los llevaba al obraje”.
Muchos abusos debieron cometerse contra los indios. Con tal motivo los cabildos habían cuidado de enviar, en algunas partes, visitadores de obrajes. Y el Consejo de Indias celaba el cumplimiento de las órdenes que expedía acerca de estas visitas, que en si consideradas, eran aptas para remediar los consabidos abusos”.
Así le vemos, el 3 de octubre de 1614, pedir explicaciones a la Audiencia por la siguiente cédula: “Que habiéndose ordenado en cédula de 17 de octubre de 1514 la visita de los obrajes comprendidos en la jurisdicción de la Audiencia de Quito, cada dos años, porque el virrey Montesclaros la concedió a un particular, en vez de cometerla el oidor de turnos”.
En 1622 encargaba, también, expresamente el Concejo que los visitadores de obrajes no hagan la visita por pura fórmula no se mancomunen con los dueños dejando de corregir abusos; que cuiden se dé a los indios carne, sal, ají, como está mandado”.
Pero como andando los años del siglo XVII se hubiera experimentado poco o ninguna mejoría de la dolencia quiso Carlos II dejar a la posteridad un documento que debía constar con letras de oro en la legislación de Indias y cuyo tenor es el siguiente: “Habiendo tenido el rey Don Felipe IV nuestro padre y señor, que santa gloria haya, noticias de los malos tratamientos que reciben los indios en obrajes de paño sin plena libertad (y a veces encarcelados y con prisiones) ni facultad para salir a sus casas y acudir a sus mujeres, hijos y labores, y estando prohibidos que fuesen así detenidos en pena de sus delitos o por deudas. Quiero (añadió de puño y letra) que me deis satisfacción a mí y al mundo del modo de tratar esos mis vasallos y de no hacerlo, con que, en respuesta de esta carta vea en ejecutados ejemplares castigos en los que hubieran excedido en esta parte, me daré por deservido; y aseguros que aunque no lo remediéis lo tengo de remediar y mandaros hace gran cargo de las más leves omisiones en esto por ser contra Dios y contra mí y en total ruina destrucción de esos reynos, cuya naturaleza estimo y quiero que sean tratados como lo merecen, vasallos que tanto sirven a la Monarquía y tanto han engrandecido e ilustrado.
Con tal motivo se funde la junta de reclamos “y a ella debían acudir cuantos tuvieran queja del trato que en el obraje recibían”.
La Junta correspondió a las intenciones del virrey (D. Diego Benavidez de la Cueva, conde de Santisteban y Virrey del Perú, 1661) y como fruto de su empeñoso celo sancionó la ordenanza de obrajes del 14 de junio de 1664, en que se reglamenta: 1L, los jornales; 2B, los precios de subsistencia; 3L, el horario de 7 de la mañana a 5 de la tarde, dándose una tregua para comer y descansar; 4B, la concesión de 40 días al año, con sueldo por enfermedad si no pasaba de un mes y no eran atendidos en los obrajes; 5B, los jornales se satisfacían en dinero y en mano propia, en presencia del párroco y autoridad local; 6B, se prohibían que los párrocos se hicieran pago de deudas con estos jornales y que de ningún modo se diera el “bollo” a los corregidores, obsequios que cada obrajero les hacía de mil varas de tela.
En las Memorias secretas de Juan de Ulloa, después de referir algunos ultrajes y padecimientos que se cometían con ellos, se dice que “como el indio no es dueño de salir de aquella prisión (un cuarto donde se le encerraba para trabajar) se ve precisado a tomar lo que el amo quiera dar por el medio real que le queda libre. El inhumano dueño del obraje, por no desperdiciar nada, aprovecha en ellos el maíz o cebada que se les ha dañado en las trojes, las reses que se les mueren e infestan y a este respeto todo lo más malo y despreciable de sus frutos”. Y aunque el inca Calixto de Bustamante intenta la defensa del obrajero al asegurar que “está obligado a darles sus raciones competentes de comidas, vestirlos de las telas que trabajan, curarles sus enfermedades, y todos los derechos eclesiásticos hasta enterrarlos…” se percibe el régimen a que estaban sometidos los naturales, en manos de los encomenderos.
El mismo trato recibían los que eran destinados a otras faenas.
En la “Memoria Histórica y Descriptiva de la Provincia de Tucumán” se hace relación de la forma cómo eran tratados los indios del Tucumán.
“Los encomenderos –dice en su páginas- negaban a los indios hasta la mínima parte de las cosechas de granos que con el sudor de su frente sacaban de la tierra. Se les obligaba a recoger algarroba para su único sustento, pudiendo decirse que pacían en los montes como animales. Exigíaseles que penetrasen en los bosques y trajesen bajo pena de los más bárbaros castigos cierta cantidad de brea, miel, cera y otros productos, en tanto que otros cosechaban o tejían el algodón”.
No a otra causa obedecía la enorme despoblación que se operaba en estos pueblos “a pesar de existir desde principios del siglo XVII la ley que prohibía a los indios del Tucumán servicio personal”, con lo cual –según Ramírez de Velazco- “son muy vejados y trabajados y se van consumiendo y acabando y las mujeres son tributarias porque hacen hilos una onza de algodón cuatro días de la semana o una onza cada día y no pueden acudir a servir a sus maridos y criar a sus hijos a cuya causa se huyen los maridos y los hijos a otras gobernaciones”.
No hay duda que tales abusos debieron cometerse a espaldas de los principales por causa de las largas distancias y el aislamiento en que se encontraban, pero había intención muy buena, por cuanto, en 1549, al salir de Lima Juan Nuñez del Prado, traía instrucción de Pedro de la Gasca de que “procurase que los indios fuesen bien tratados y mirados como prójimos y favorecidos, sin consentir que les hiciesen fuerzas, robos ni daños…” Y a este respecto son dignos de mención las ordenanzas de Abreu, dadas en 1576, “para el tratamiento de los indios en las provincias del Tucumán y estableciendo reglas para su trabajo”.
En ellas manda que los indios varones vayan de mita, a servir a la ciudad de Santiago, desde los 15 a los 50 años; que los encomenderos, en el pueblo de sus encomiendas sólo los hagan servir “por mitad” cada semana de modo que la otra mitad pueda trabajar “en sus propias haciendas; que los indios desde los 10 a los 50 años sirvan a los encomenderos en el pueblo de sus encomiendas “por todo el año cuatro días en la semana desde el jueves en la noche excepto los meses de diciembre y enero porque el viernes y sábado de cada semana y los dichos dos meses han de holgar y trabajar por si…; que a mediodía les suelten a comer y que en comiendo y descansar estén una hora…y que dejen de trabajar (tejer e hilar) media hora antes que se ponga el sol; los viejos de (50 a 70) y las viejas de (50 a 55) sólo sirvan en trabajos livianos y especiales y que las indias que dieran a luz no las ocupen hasta un mes después.
Estos y otros muchos testimonios que podríamos citar sirven para apreciar el régimen de explotación en aquellos tiempos y de paso, la seria preocupación de los gobernantes de entonces por proteger la vida del indio. Hoy, tres siglos después, no obstante los adelantos de la época, subsiste el mismo régimen de explotación de los obrajes forestales. Pero esta vez no pueden justificarse los abusos contra el ciudadano, ni tampoco es posible advertir, de parte de los mandatarios, el más mínimo interés en su favor. Los indios tuvieron una vasta legislación de amparo, el paria de la actualidad no tiene nada.
El Obraje de Hogaño
Poco ha cambiado el régimen de la explotación de entonces a ahora. El antiguo obraje de paño ya no existe. Pero, en cambio, después de un largo paréntesis que alcanza los últimos años del siglo XIX, paréntesis dos veces secular, en que el hombre y la sociedad se arrullan de holganzcas prolíficas, aunque con interrupciones espasmódicas que perfilan su carácter; después de esa gran pausa virgiliana de siglos, se instala un nuevo obraje de la industria forestal, con aquel su mismo viejo régimen de explotación humana.
Habían empezado a tenderse las líneas férreas y, también, a encadenarse el hombre a su destino paria. Comenzaron las levas del trabajo. Y el sufrimiento se hizo ley de los pobres. Con el tiempo se perfeccionó el régimen de la explotación, la voracidad del capitalismo se acrecentó fue más inicua su acción y el derecho fue sepultado por la necesidad. El pobre hachero se volvió más pobre y si bien, en los cincuenta años que lleva este nuevo régimen, ha hecho germinar dentro de sí una vaga idea de rebelión, sigue sin embargo, entregando su vida al obraje por necesidad.
¿Qué otras perspectivas tiene y hacia dónde dirigir sus pasos?
Ahí, está el obraje. Los jornales prometidos son buenos. Y aunque sabe que será engañado, el peón se dirige al obraje. “A lo mejor…quien sabe”, son sus últimas palabras de esperanza. Y deja la familia arrumbada. Y se alista, luego el obraje se apodera de él.
¿Y qué es el obraje? El obraje es una institución. Pero antes, es un capital. No necesita el obrajero, por desgracia, una gran fortuna para instalarse. Le bastan unos miles y un largo y cómodo crédito comercial.
Y premunido de sendos contratos de leña, cerca de una línea férrea, en pleno bosque, este pequeño capital se instala y, a poco, constituye el centro de una vasta organización. Ahí, está el aserradero, la pequeña choza del patrón, el carro aguador que ha de transportar el agua hasta los campamentos, cuando estos, a medida del trabajo, se internen más y más en el monte. Pero, también, ahí está la proveeduría; la única razón del obraje. No hace falta más. El industrial se ha instalado y comienza su labor de caza. El contratista, mano larga del obraje, seduce, atrapa y entrega al peón.
Han arribado y las largas caravanas de los desheredados y, en tono a aquel; pequeño capital, se han reunido los hombres constituyendo un centro de población. Ahora ya se ven carros, “zorras”, animales, útiles de trabajo. Ya se ven las primeras chozas y ranchos. Y en medio de la selva, poco a poco, se va formando un enjambre un murmullo de actividad resuena como el canto del mar y mientras se espera la orden de trabajo, que tarda en llegar a que llega cuando han contraído nuevas deudas hasta entregar al obraje el último centavo del anticipo contractual.
Por fin el enjambre se dispersa. Los parias se internan en la maraña del bosque. Los carros y los animales les siguen y pronto, en aquel primitivo centro, donde una población pretendía echas los cimientos de una sociedad el ruido del trajín y de la alegría se apaga y todo calle, menos el silencio de la selva.
Los hombres, con sus esperanzas, con sus sentimientos rudimentarios de asociación, con sus atados de ropas, con todo lo que trajeron, han sido devorados por el bosque, sepultados en la vastedad del silencio, bajo las frondas que cubren sus sacrificios inútiles.
Allá, distante uno de otro, el hachero, vive, trabaja, come, duerme, sufre, muere. Largas distancias le separan de los que como él han sido distribuidos así por la organización despiadada del obraje. Allá, ahora, resuena el eco de las hachas. Pero no se oyen las quejas del dolor de los cuerpos y sólo de vez en cuando el canto de la vidala lleno de emoción y de pena.
El trabajo es libre. El hachero no tiene horario, ni control. Trabaja a destajo. Forma la pila de leña. El obraje la recibe cercenada, disminuida. Los carros lo recogen para transportarla al canchón de embarque, sobre la línea del tren, o al lugar donde espera el horno para la elaboración del carbón. Los sábados, o una vez al mes, el peón se dirige al “pueblo”, entrega su libreta, recibe la proveeduría, constata que se le roba, bebe, grita, juega y vuelve a su rincón, en el bosque, a uncirse pacíficamente al yugo del trabajo. ¿Cómo se explica este sometimiento tranquilo y domesticado? No es sometimiento, es impotencia.
El peón está indefenso frente a la poderosa organización del obraje. Al industrial lo ampara la ley, porque la ley ampara al capital. Al hachero no lo ampara nadie. ¿Dónde está el Estado? ¿Dónde quien legisle por él, quién lo guíe o socorra? ¿Dónde está quién le escuche o comprenda? No tiene a nadie.
El Estado es una palabra en boca de algunos gobernantes. Las más de las veces, hay entre estos y los industriales un mutuo acuerdo, un perfecto entendimiento y, acaso, la misma vocación. Como resultado de esta armonía de intereses recíprocos, el obraje representa al Estado en el bosque, con sus policías, con sus jueces, con sus recaudadores y receptores, nombrados por indicación del patrón. Y representa a la ley del Estado con todo el rigor y el imperio que la ley tiene para el paria, para el débil, para el desheredado. El ejercicio que tan amplias facultades, en cierto modo, delegadas, por esos gobiernos, convierten al obraje en una institución. Ahora bien, ¿En qué se diferencia nuestro obraje del obraje de antaño? En nada, absolutamente. Por el contrario, el régimen de la explotación se ha perfeccionado y sus procedimientos se han hecho más arbitrarios.
Lo mismo que antaño el hombre es cazado, engañado y esclavizado. Lo mismo que antaño la justicia es endeble, el trabajo cruento, el sufrimiento inútil, el dolor despreciable. Pero los indios, tuvieron por lo menos, una legislación de amparo que constituye todavía el orgullo de España que hoy, tres siglos después, no poseemos.
De nada han valido las fuertes raíces de nuestra tradición agrícola-ganadera, ni las enseñanzas del nativo que permitieron a los españoles sembrar las llanuras santiagueñas. El obraje de paño, ha sido substituido por este nuevo obraje que, aparte de la explotación humana y la devastación forestal, ha arruinado a la provincia y ha dejado sus campos sembrados de troncos e inútiles para la labor agraria.
El Gran Jornal
Inmensas caravanas de hombres abandonan el lugar en que nacieron. Tenían segura subsistencia al lado del planito de sus cercos caseros o entre el rebaño de sus cabras y ovejas. Tenían sus mujeres gozosas de trabajo diario, de plenitud doméstica, entre rueca y huso y trabajo rebosante de comida suculenta. Tenían sus hijos en torno y la paz de un sedentarismo prolífico de cosechas e industrias, con su granos de voleo sobre el limo apenas arañado de la tierra, con sus dulces y mieles y quesos y frutas y carnes, con sus mantas vistosas y sus frazadas decorativas, con sus arreos de jinetes y los mullidos pellones y las randas primorosas y los hilos coloreados de la lana de sus ovejas. Y esos hombres que todo lo tenían, porque con ellos aposentaba la felicidad, se lanzaron a la conquista del gran jornal.
Los bosques los llamaban con el cántico de sus ganancias fabulosas. Una voz corrió por la campaña: la riqueza fácil. Y se agruparon en los obrajes, tristes aun en la despedida, con la imagen aún viva del rancho abandonado, con la ebriedad emocional del último abrazo de la mujer y del último beso de su hijo.
El gran jornal fue la esperanza que movilizó al campesino y lo arrancó como un árbol de la tierra. El gran jornal despobló los campos del trabajo fecundo, sembrándolos de pobreza. Torció la buena ruta del hombre –vocacionalmente agrícola-pastoril-, transformó su alma y la retrogradó al nomadismo de sus primeros días. Fue la principal palabra de la corrupción de un pueblo. El agro se volcaba a las selvas. Los hombres del aire y la luz se soterraban bajo las frondas del bosque y en vez de construir, destruían.
Hasta que el gran jornal, después de ser esperanza, no fue más que ilusión. Se dilataba indefinidamente el término de una esclavitud buscada por el hombre y tolerada por el Estado. Eran ya gruesas las gotas de sudor de cada día y amargo el pan de su trabajo. El salario real no compensaba el desgaste y la fatiga. El esfuerzo se multiplicaba a destajo para un alcance infructuoso. Y seguía el hombre encadenado.
Trabajaba, lloraba, sufría, moría para el pulpo que es el obraje, cada vez más insatisfecho, cada vez más ávido.
Y la ilusión se quebró, también, ante la realidad del signo afirmativo del bosque sin leyenda, sin mitos, sin cantos de pájaros, ante la gran respuesta fría del bosque.
La luz se ha hecho en la oscuridad. El paria ha comprendido con su última reserva: con su instinto. Y aunque tarde, en adelante tratará de salvar el cuerpo insalvable con la fuga a través de la sombra».
(…)
Por Orestes Di Lullo
Bibliografía utilizada:
° Di Lullo, Orestes. “El bosque sin leyenda”, Santiago del Estero, 1937.
° Material para el trabajo en el aula. “Trauma Forestal”. Autores de textos, Silvia Carreras, Fernán Gustavo Carreras. Santiago del Estero, 1997, pág. 86-98.